Seré breve.
Lo suyo también fue cosa de segundos. Un fugaz instante donde reinó la confusión, o la república. Efímero, suspendido en el aire. En vilo por un discurso medido, de difícil quiebro y desenlace aún más incierto. En una misma intervención, el president de la Generalitat validó ante el Parlament catalán los resultados del 1-O, asumió el «mandato» y pidió a la cámara suspender «los efectos» de la ley, que apenas un mes atrás había contado con su apoyo, para proclamar la independencia.
La intermediación como guía, el diálogo como medio y la independencia como fin o paradójico inicio. Y todas esas gruesas palabras como consecuencia de «llamamientos al diálogo que se han oído desde todos los rincones del planeta». Aunque, a fuer de ser sinceros, tampoco era necesario salir de la propia Cataluña. No recurriré a la sokatira, a la manida metáfora que tensa a ambos extremos. Rivales que eran conscientes de la difícil resolución de sus diferencias.
Se han convencido, o están por hacerlo, de que el diálogo no es una palabra hueca. Una actitud que cobra sentido propio en circunstancias donde los sentimientos no encuentran encaje. Queda pues todo en un punto intermedio. Un paso firme hacia adelante, otro no menos cauto hacia atrás. Y el resto, de nuevo, en el medio. En esa posición equidistante, maldita por tantos, pero única vía posible cuando todos comprobamos que las razones absolutas se tornan peligros reales para la convivencia.
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