Era de misa diaria y le iban los tríos. A aquel tipo le ponían los uniformes y gustaba de adornar su solapa con el escudo de la benemérita. Cada domingo alzaba su txikito para seducir a una pareja distinta, si bien todas ellas portaban tricornio. Tras compartir cuitas y cuete, nuestro digno y devoto alcahuete administraba comunión en sacristía y sus partenaires la repartían a base de bien en el calabozo. Entre ronda y soplo se tiró lo de 30 años delatando a propios y extraños. Y de extrañar tampoco fue que el pueblo donde todos sabían de sus pecados viviera su posterior transfiguración como parte de una epifanía constitucional. Muerto el Caudillo y aprobada la -desde hoy- cuarentona Carta Magna, aquel fulano se enfundó en la ikurriña y solicitó carnet como aspirante a la nueva casta en ciernes. Y fue así, queridos niños, cómo un demócrata -orgánico- de toda la vida subió a los cielos que aguardan a todo euskaldun fededun, se consagró como firme defensor de nuestros derechos históricos, las instituciones de las que nos hemos dotado y el derecho de la autodeterminación de los pueblos. En el suyo, salvo los bancos, nadie dio crédito a lo sucedido aunque votantes jamás faltaron.
La historia es cíclica, la realidad cruda y ninguna de ellas se debe maquillar. Pero ocurre y muy a menudo. Solo así se entiende que quienes anteayer fueran tachados de supuestos golpistas, xenófobos o terroristas sean hoy revestidos de dignidad para, ya si eso mañana, lograr su respaldo a los presupuestos. Se dice que en política todo son infundios, intencionalidades y que a veces se dan incluso sucedidos interesantes. Es justo ahí donde entra en escena Delgado, una ministra de Justicia que se las pirra por aplicar la técnica del contouring constitucional a PDeCAT, ERC y EH Bildu. Frente a su oxidación política, el gobierno recurre a toxinas botulínicas para suavizar sus líneas de expresión parlamentaria. Tras las elecciones andaluzas el gobierno cumplirá –ahora sí y por pura supervivencia– con su obligación constitucional mientras los partidos se apresuran a trazar nuevas líneas rojas. Todos coinciden en que los legionarios de Abascal son cosa bien distinta: fascistas. Una palabra redonda, gruesa y monstruosa. Pero también desprovista de significado unívoco tras ser moneda corriente en debates políticos, sinónimo de un pasado que nuevas generaciones perciben carca y cuestión menor para liberales decimonónicos que se dicen adalides de la supuesta reconciliación nacional.
Tomando como referencia a VOX, el diccionario con nombre de partido, la voz fascista viene a ser lo mismo que autoritario, totalitario o facha. Y en sus páginas me refugio porque, en efecto, la cosa y las causas van de sinónimos, semejanzas y equivalencias. Del recurrente «todos son lo mismo» y de letanías interiorizadas. A saber: todos mienten, todos nos roban, todos se lo llevan calentito, todos enchufan a sus hijos, todos miran hacia otro lado, todos son iguales… No será del todo cierto la totalidad de ese tótum revolútum, pero convendrán en que mola más creer en lo opuesto a lo que dicta la razón. Paradójicamente tales generalizaciones con forma de reproche nunca son de aplicación a ningún supuesto salvapatrias, al menos en primera instancia. Todo les viene al pelo: la desafección política, la falta de respuestas ante una crisis migratoria global, el aumento de la desigualdad, el hartazgo por el paternalismo institucional, la corrección política o la discriminación positiva. Es entonces cuando las emociones se imponen a la cordura, los clichés a los argumentos y el desaire repentino a la responsabilidad cívica. A falta de argumentos a todos sobran razones y éstas se tornan votos. Durante los últimos días he leído a muchos y muy buenos amigos, personas que se dejan la piel por sus ideas, lamentarse por el devenir de la sociedad. «Algo estamos haciendo mal» Un algo que se antoja simple, mártir y excesivamente benevolente. No es momento de repartir y asumir culpas, muchas y de todos los colores, sino de encontrar soluciones a tales problemas. Porque la intolerancia es una pérfida tentación que jamás necesitó de causas.
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