La consulta del dentista supone la renuncia expresa a cualquier derecho fundamental. Y no me refiero únicamente a la agresión más o menos consentida que se perpetra mediante inyección, raspadores, curetas, tornos u otros artilugios del mismo escalpelo. La acometida moral es más perversa que la anterior: boca abierta sin opción de réplica, miradas esquivas que reposan en el gotelé para evitar al enmascarado, cuerpo yacente sobre una butaca reclinada y oídos sin derecho a veto musical. Sin embargo los es-to-ma-tó-lo-gos, o-don-tó-lo-gos y or-to-don-cis-tas (facultativos sacamuelas cuyo oficio conviene deletrear para no perecer atrabalenguado en plena dicción); digo, que éstos no son los únicos profesionales en infligir un trato musical vejatorio como contrapartida a su buen hacer y mejor sanar.
Apenas somos conscientes de la música ambiental pero siempre está ahí, de fondo. Las melodías de Richard Clayderman, Kenny G o las versiones instrumentales de los Beatles frecuentan idénticas salas de espera y concurridos ascensores. Cual aperitivo de buffet libre, las dulces melodías asiáticas contrarrestan el oleaginoso regusto del rollito de primavera. En cambio las partituras de Ennio Morricone maridan mejor con spaghetti western. Del pasado yanqui al futurista Vangelis, que poco tiene que envidiar al galáctico John Williams. Otro supercompositor en pugna abierta con el gladiador y pirata Zimmer. Y luego están los miguelitos: Michael Nyman y su piano -autor de sintonías inolvidables– o Mike Oldfield, quien siempre dio la campanada. Sin ellos nuestra vida hubiera sonado diferente. Una genialidad de cuyos ecos somos testigos gracias a la inmejorable caja de resonancia que han supuesto radio y tv, con sus respectivas aportaciones a nuestra BSO diaria.
Desde el punto de vista de la comunicación corporativa, las grandes marcas prestan suma atención a la identidad sonora. Oigan con detenimiento como Peugeot, VW o Renault cierran sus anuncios méfiante señales acústicas exclusivas. Dos décadas después del hit de Champions League y casi una década antes de que La Liga reparara en tal necesidad, Renfe generó una exitosa identidad sonora e indicativo que reclama nuestra atención en cada parada. Incluso los supermercados locales han personalizado la melodía que precede a sus promociones en tienda. Existen miles de ejemplos y millones de razones. De hecho, ninguna gran compañía deja al albur su branding sonoro. Acordes, sintonías, melodías de llamada en espera y canciones de ascensor son las encargadas de reforzar un mensaje hasta atravesar nuestra epidermis o calar en el imaginario colectivo.
Las excepciones confirman la regla. Notas discordantes que la dan; la nota, y mucho. Nota al margen merece la inoportuna emisión de una cuña radiofónica que, valiéndose de King África, anunciaba «descuentos bomba» segundos después de la noticia sobre un atentado mortel. Y otra nota al pie, ésta con fe de un notario muy notas. Pues no hace ni tres semanas desde que el hilo musical de una notaría me desconcertara con Peret y su no estaba muerto. Sin duda alguien seguiría entonces de parranda, sí; pero no el finado cuyo legado congregaba allí a media docena de familiares vivos. Suena a chiste, pero no es ninguna broma. Como tampoco la escasa importancia que la sociedad audiovisual concede al primer lexema de la anterior palabra compuesta. La simpleza supone un valor frente al sobreestímulo constante. El sonido y la música sirven de amplificador para el mensaje al erigirse en unos formidables aliados para nuestro argumentario emocional. No los pierdan de oído. No pierdan el hilo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.