Santa semana la que dejamos atrás. Cada cual vive estos días a su modo. Con fervor religioso, escapadas románticas, de ardiente pasión o sin escapatoria posible entre familia y la penitencia del turismo de masas. También se puede pasar de pasos. Pues son días de lavarse las manos. Un giro de palabras que, como saben, significa no inmiscuirse en un asunto.
Cuentan que sucedió en tiempos de un tal Pilato, prefecto romano de Judea. El mismo lugar donde ahora, pese a la masacre en Gaza, la comunidad internacional se limita hoy a seguir el ejemplo del tal Pilato. Desentenderse de alguna responsabilidad. Porque su figura y aquel simple gesto, lavarse las manos, significó de paso la exculpación de Roma en la muerte de un líder religioso. Paradojas del destino. El relato del evangelio exoneró a un imperio que, siglos después, abrazaría como propia la doctrina de aquella secta a la que Roma había perseguido con saña a ambos lados del Mare Nostrum, o Vostrum. Para que luego haya quien reste importancia al relato y a la memoria histórica.
Aunque haya agua de por medio, lavarse las manos nunca fue lo mismo que mojarse.

El otro día, una empresa independiente telefoneó para encuestarme sobre la empresa de la que dependo. Que si qué me parece la actualidad, que cómo veo y oigo los medios, etc. Todo iba bien hasta que me preguntaron por mis ideales y no sé cuántas cuestiones que no venían al caso. «Del 0 al 10 cuánto de tal o de cual soy». Pero con respecto a qué, a quién o incluso cuándo, me pregunté. Nuestra idiosincrasia va evolucionando con los años, como nuestra especie. Alabados sean Bonet, Darwin, Wallace y compañía. Todo nuestro yo es fruto de los avatares de la vida. Reconozco que existe una parte intrínsecamente ligada a nuestro ser: nuestro guion de vida, nuestras primeras palabras, recuerdos, personas, sensaciones o paisajes. Las risas y los lamentos. El aprendizaje y los traumas. La felicidad y el terror. Y todas esas circunstancias que, en suma, nos definen como personas frente a otra personas. Gentes que nacieron también en este rincón del planeta. Ni más bonito ni menos; diferente, que no mejor; distinto, que no especial; pero nuestro, si lo sentimos como propio. Del cero al diez… ¡Como si resultara tan fácil!
De lavarse las manos a remojar la barba, y mojarse.
Todo esto pensaba mientras me afeitaba el Domingo de Ramos. Y por aquello de «cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar», pensé en la complejidad que nos rodea. Recordé también porqué me decidí por este oficio donde, frente a los polos opuestos que simbolizan el color negro y el blanco, se atiende a la inmensa escala de grises. Porque es ahí, en los matices, donde se hallan los espacios que nos permiten convivir y evolucionar como sociedad. De Roma a nuestro país. Por eso, recuerdo hoy la canción del bardo de Urretxu –que también gastaba barba, por cierto– y cuya letra se reivindica como himno. Un zortziko que invita a dar y compartir con quienes convivimos en este mundo. Da y extiende tu fruto al mundo. Ba hori… Egun ona izan.








