Nunca una pregunta es gratuita pero tampoco la respuesta debe costar tanto. Las
folclóricas han hecho un daño indudable al periodismo, en especial, a aquellos
que nos emperramos en que la voz de la calle suene en la radio. Que el oyente sea por unos segundos quien dé su opinión sobre la vida que le rodea.
Paradas de autobús, calles comerciales, centros escolares, playas, puertos y
canales. El lugar es lo de menos. El objetivo, idéntico: que usted nos responda. Y
podemos ser pesados, como esas moscas que nos han acompañado durante las
últimas jornadas azuzando con su molesto sonido en plena canícula, pero somos
educados y tenemos corazón. Créanme: no es todo verdad lo que se dice de los
periodistas. Los hay mala gente que no entiende de límites, pero otros sufrimos con un «no»; bueno, y con más de un desplante como los que debemos asumir a diario. Normalmente le abordemos con voz sonriente:
Perdona, tienes un momento. Es para una encuesta de calle, de la radio…
En ese momento, se perciben diferentes reacciones: la primera, la misma respuesta que daría yo si alguien se me planta frente a mí con una carpeta para encuestarme:
Tengo prisa (¡y quién no!).
La segunda suele ser la de disculpa sincera:
Lo siento
Mi favorita, en cambio, es cuando enfilar al miura o la monchina que, con rictus
grave, percibes cómo se abstrae de tu presencia, clava su mirada en el horizonte y
con desinterés absoluto y evidente, se muestra ante tus ojos como una persona
cuya condición supera con creces tu propia naturaleza. En ese instante, se limita a levantar la mano izquierda a la altura de la cintura para, mostrando su palma abierta, apartar con displicencia el micrófono y evidenciar la distancia y el aire que nos debe
separar.

Ocurre a veces que somos nosotros, en nuestra calidad de ciudadanos, quienes nos quejamos de que nos niegan su escucha, nos nos dan voz; y, curiosamente, cuando nos
ofrecen el micro la palabra, preferimos optar por ese mismo silencio que tanto nos
duele en boca de otros.








