La lengua de Sekspir

Cuentan que Unamuno ridiculizó al alumnado de la cueva de Salamanca valiéndose de sus conocimientos de inglés. Estos reprocharon al malogrado Nobel de Literatura que pronunciase Shakespeare con la corrección propia de la fonética castellana: ‘shaquespeare‘. A lo que, con el aplomo propio de un filósofo de rompe y rasga, el bilbaíno respondió a sus chanzas impartiendo el resto de su lección en inglés y forzando que muchos de aquellos soberbios alumnos no comprendieran el resto de su clase magistral.

Frente al congelador del supermercado, ella nada sabe de esta historia y mucho menos de inglés. Nuestra involuntaria protagonista tan sólo aspira a comprar una tarta de zanahoria para sus nietos. Ha revisado toda la zona de refrigerados. Puerta a puerta, balda a balda, etiqueta por etiqueta; y nada, ni rastro de la dichosa tarta. Harta de chupar frío, con las manos medio congeladas, reclama la atención de una dependienta a quien consulta sobre la disponibilidad del pastel de marras.

Refugiada en una sonrisa repleta de condescendencia con quien le duplica en edad, la trabajadora se afana en satisfacer a la clienta. Tres minutos después desiste y, con cierto aire de superioridad, se dirige a la nueva, esa chica que afirma haber nacido en el año 2000, aunque todo el mundo sabe que nadie puede ser tan asquerosamente joven. Total, que la de prácticas posa su móvil, por fin y por un rato, y se sumerge en el gélido aparador donde, de tanto abrir y cerrar, no se ve ni tres en un burro ni la tarta que desencadenó tal búsqueda y la consecuente condensación en las portezuelas.

Fue así como, entre siropes y tiramisús, en medio de cremas catalanas y tartas de queso horneadas, a la orilla de los otrora racistas brazos de gitano y las tan aristocráticas como decadentes comtessas, la pava de veintipocos y un tipazo que lo flipas dio con la tarta de zanahoria. Aunque su éxito tiene letra pequeña. En realidad, la chica tan sólo se limitó a alzar su brazo con una tarta donde se podía leer ‘Carrot Cake‘. Ante el pasmo de las otras dos señoras, la chavala se sabía top y, guiada por el aire de superioridad que concede la arrogancia juvenil, sentenció: «es que está en inglés, y claro…«

En esta sociedad tan cosmopolita como despiadada, algún tonto-a-las-tres recurriría a perspectivas variadas para explicar el suceso. Ambas mujeres serían carne de cañón en redes sociales bajo el epitafio «señoras que…» Los bienintencionados arremeterían luego contra el clasismo de este artículo, el feminismo contras los ataques a las mujeres y, en el mejor de los casos, alguien repararía en el edadismo subyacente. Causas que denuncio, suscribo y a las que añado otra que, pese al tufo rancio que suscita, me parece fundamental: ¿por qué diantre no estaba un producto etiquetado en el idioma oficial?

Llama la atención que el patriota arquetípico, enojado ante el supuesto retroceso de su idioma a manos de otros conciudadanos, no se percate de la colonización lingüística que merced al comercio globalizado ha convertido las estanterías de nuestros supermercados en la nueva Babel. Y porque me sale de ahí mismo, es decir, del respeto a las generaciones precedentes y a todos los idiomas que conozco, hablo y disfruto; me repatea siempre que se conculquen derechos lingüísticos de idiomas minorizados, minoritarios, minorados, dominados o dominantes, pues son las personas, y nos las lenguas, quienes tienen el derecho a emplear la suya y respetar las de sus vecinas.

Doy fe de que, salvadas las licencias literarias, lo descrito en los párrafos que preceden al actual es tan cierto como que esta frase acaba aquí. Horror en el supermercado, terror en el ultramarinos y pavor en los diccionarios. No extraña que la Real Academia Española lanzara, no ha mucho tiempo, una brillante campaña metapublicitaria que limpia, fija y da esplendor a la propia publicidad.

La comunicación se nutre de tendencias, cierto. Jergas y modos sociales donde el glamour y lo trendy se ponen de moda hasta que ésta está demodé. Los idiomas, como vehículos culturales, nos trasladan todo un imaginario colectivo. Ahí reside la causa de que sólo los iniciados en inglés reconozcan lo que realmente ingieren en una franquicia de burger o muffins, que nuestras navidades tengan aroma y acento francés (eau d’amour), o que algunas infraestructuras y entidades vascas prescindan en su denominación local del euskera en favor del término internacional basque. Los creativos lo reconocen: somos deudos de toda cultura dominante. Sin embargo, sobra recordar que todos los idiomas andan sobrados de recursos para embellecer sus mensajes, más aún si su literatura alcanzó altas cotas y la universalidad en su producción.

Un idioma, sea el que sea, sirve para comunicar y estrechar lazos. Por esta razón, debemos pensar siempre en el destinatario final de nuestras palabras. No todo el mundo sabe inglés, ni (legalmente) debe. No lo olvidemos nunca, opinemos lo que pensemos ni parlemos lo que hablemos. Y en esa reivindicación perseveraré, aunque me cueste el acoso de haters, el baneo de otros boomers, que le de cringe a los followers o la enemistad de mis amiguis. Pues nadie debe sentirse minusvalorada ni perder su preciado tiempo porque un equipo de mercadotecnia (léase, marketing), ignorando dos palabras tan comunes como ‘tarta’ y ‘zanahoria’, se decante por la bella lengua de Sekspir. To be or not to be. ¿Estamos?


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Palabras sueltas

Weblog sobre radio, comunicación e historias del día a día. Me defino como un radioyente metido a locutor, pues el periodismo siempre fue una excusa para acortar distancias.