Lonnegan

Me llamó la atención  su intermitencia amarilla. Escuché el silencio. Oteé la plaza desierta en plena noche. Sólo yo, solo. Con estos elementos se reconstruye la escena del crimen. La entidad financiera permanecía igual que otros días, salvo por la luz de aquella alarma muda que evocaba la supuesta comisión de un allanamiento. Al principio, me detuve presto a registrar mentalmente cualquier rasgo noticiable. Pronto mi ánimo se torno en complicidad. Imaginé a Robin Hood asaltando aquella oficina que nunca fue de mi agrado. Banco donde asientan sus reales unas sanguijuelas capaces de succionar ahorros inoculando comisiones cuya existencia se desconoce. «Que les jodan», pensé. Fue cosa de un attosegundo porque entonces a quien le asaltó, la duda, fue a mí: «¿o que nos follen a todos?»

Al llegar a casa, abrí el navegador. En España se produce un atraco cada dos días. La media, que antaño cubría la cara de todo quinqui, se ha ido escurriendo aritmética y progresivamente. Así los 294 golpes cometidos en 2012 suponen una tercera parte de los asaltos de principios de siglo y una anécdota al lado de los más de 2.850 atracos registrados en 1990.  Esta sucesión de viejas noticias no produjo el menor remordimiento por mi connivencia inicial. Sí, en cambio y con idéntica honestidad, me alegré por la mejora en seguridad laboral de quienes en ventanilla dan su cara. Humildes recolectores de dinero, sigilosos tribunos en nómina, destinados a amasar ingentes cantidades a fin de que otros las afanen utilizando tarjetas ennegrecidas para renovar lencería ajena, o pagar por adentrarse en lo que ésta oculta.

La banca siempre gana, pero no seamos cínicos. Ganan sus banqueros, los accionistas, quienes poseen un plan de pensiones y, por extensión, el resto de clientes. Una estructura piramidal -sin dobles sentidos en esta ocasión, por favor- que actúa para garantizar nuestra propia liquidez. Ahora bien, ¿y cuando el golpe se produce por la puerta de atrás? Pues la banca lo niega. Así de simple. Hace un par de años, los cibercacos se embolsaron 1.000 millones de dólares y en un solo golpe. O lo que es lo mismo, una cantidad similar al presupuesto español destinado en 2017 a dependencia. Y aquí es cuando se esfumó mi empatía hacia los bandoleros «neo-Curro Jiménez y  @lg@rrob@»

Preso de sudores fríos, abrí la aplicación bancaria en mi móvil y reparé en la fragilidad de aquellas líneas; en la vulnerabilidad de los asientos de mi propia cuenta corriente. Cualquier hacker, cracker o lo-que-sea podría pulsar Supr y convertir el fruto de mi trabajo en un simple dígito de nulo valor. Imaginen por un instante que, tras un fugaz y casual parpadeo, una pantalla les devolviera la siguiente representación gráfica de su saldo, de ustedes: 0 , 00 € 

Hasta la fecha, los banqueros no se sienten por aludidos. Ni han dado la voz de alarma en consonancia con sus sucursales, donde éstas siguen enmudecidas como ya se vio al inicio de esta encíclica. Sin embargo el ciberataque del pasado viernes es un claro aviso a navegantes, de la web, y banqueros tanto analógicos como digitales. Los analistas y expertos en seguridad no ocultan en cambio su temor a moverse por nuevos vericuetos en un mapamundi online plagado de amenazas. El peligro está ahí, latente, muy real. Las posibilidades de la Red son tan infinitas como la incertidumbre de sus usos. Cara y cruz de esa misma moneda que vi peligrar. Pongo a remojo mis barbas, pues presiento que banqueros y mafiosos del hoy serán relegados a la condición de principiantes del mañana. Rufianes convertidos en cobayas de su propia medicina. Allí será el llanto, por aquello del WannaCry. Y encomendarán entonces su alma a maestros y mártires del crimen. En memoria de aquellos tipos duros, y luego mártires, como  Doyle Lonnegan

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