«Tengo en casa a mi mamá,
pero mis mamás son dos,
en el cielo está la Virgen
que es también mamá de Dios.«
Mes de mayo, mes de María. Canciones y recuerdos de una infancia devota y de_formación religiosa. Según la cristiana, cada cual es hijo de la suya y ésta de una anterior hasta llegar a Eva, gran matrioshka del sexo femenino. Honor para la supuesta primera parturienta, que fue condenada a padecer por picar algo sano entre horas. Pues bien, tal día como hoy Caín, Abel, Set y sus hermanas –no inscritas en el Génesis– festejaban su día y el de toda madre. O tal vez nunca lo hicieran.
No descubro nada que ignoren. A estas palabras preceden los triángulos verdinegros. Papelería comercial que hoy envuelve los obsequios para nuestras progenitoras. Esas que, por aquel pecado carnal, fueron víctimas de la okupación uterina durante 40 semanas y de preocupación instintiva para el resto de sus días. Lo certifica la sabiduría popular, que no aprecia la figura del padre en expresiones de halago u ofensa. Vamos, que nadie menta la pbicha.
Por mi escasa experiencia como cráneo de familia, reconozco en toda madre una adhesión inquebrantable hacia sus vástagos. Un comportamiento primario, fiero y sobreprotector que se prolonga, al menos, durante la infancia de sus querubines. Pese a la inexperiencia del grado, a veteranas y noveles les une algo: todas mienten. En la salida del colegio, en el parque, en la cola del súper. Todas lo hacen. Distintas variantes para síntomas inequívocos de una supuesta ortodoxia maternal. De hecho, conozco a recién paridas que afirman no haber oído jamás llorar a su, no menos reciente, bebé. Otras aseguran que les permiten dormir del tirón y «ni nos enteramos». Quienes sobrevivieron hasta la matriculación en Infantil juran, o perjuran, que su hijo pedalea desde el primer día que vio una bici. Que ven dibujos en inglés y alemán mientras juegan con la tableta. Que corren como «el hijo del viento«. Que dibujan láminas dignas de empapelar el Louvre. Que va para futbolista: del Athletic, por supuesto. O que igual nos sale enfermera; jamás doctora.
Mentiras diversas que ocultan una verdad unívoca. Son madres que buscan amparo para sus polluelos, que protegen y se protegen. Muestras de autocensura ante la adversidad. Buena cara frente al cansancio. Hipocresía caduca. Por suerte, también las conozco honestas. Son más caras de oír. Ellas saben bien el precio social de su verdad. Son ellas quienes asumen abiertamente lo jodidamente difícil que les resulta esta etapa. Aquellas que presumen de ser malas madres. Mujeres que piensan por sí mismas y sus compañeras, a quienes se ven en la obligación de recordar que la maternidad no hace a ninguna hembra mejor que otra.
Dicen que el egoísmo se manifiesta por una inusual afición a la contemplación del ombligo propio. Les invito a ello. A deslizar su mirada hacia el abismo de ese orificio que es el origen de todo y todos. Esa vieja cicatriz, la primera de nuestra existencia, simboliza el hipervínculo con todas y cada una de las madres que nos precedieron. Buenas y malas. Ni vírgenes celestiales ni Evas pecaminosas. Sencillamente humanas.
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