Lo dicen de la mujer de mi amigo César y también de la de Caesar. Ya saben, aquello de aparentar virtudes ajenas, o incluso propias. El legado romano y su proverbial consejo encuentra horma en el actual ‘postureo’ social. Con redes o sin ellas, todos caemos ante el cuestionado escaparate de la seducción difusa. Ese catálogo de torsos desnudos y distorsiones de la felicidad. Inmóviles todos ante dispositivos que pretendían serlo, nos asomamos -cuando no entrometemos- para codiciar lo imposible. Vidas extrañas, brotes de alegría que ocultan el hastío, la indiferencia, la rutina o la simple vulgaridad de una existencia sin demasiadas pretensiones.
Los cantos de sirena invitan después a zambullirnos en el mismo mar repleto de embustes, hipocresía y muecas risueñas. La hoja de ruta pasa por la proyección de una imagen que, aunque ni de lejos nos retrate, colme las expectativas de nuestros seguidores. Lo importante no es, pues, que mostremos nuestro lado más amable. Eso es historia. Tal vez en 2010 aún se permitiera semejante nimiedad petulante. Ahora se trata de perfilar -sí, ése y no otro es el verbo- una realidad que puede o no ajustarse a lo que creemos saber de nosotros. Del ego que se oculta en una parte indeterminada de nuestras propias vísceras. Lo importante, en cualquier caso, es no defraudar a quien nos rodea y sitia, continuar la escalada de fingimientos y prescindir de aquello y aquellos que no se ajusten al nuevo orden social.
Les confieso que mis amigos se cuentan con los dedos de una mano. De hecho, me sobrarían dos dedos de ésta -6 falanges, siempre valerosas- y la otra mano -ya puestos la derecha- al completo. Uno de esos pocos incondicionales, tan honesto como receloso en lo digital, bendijo en una cena común el hecho de conocernos antes de «todo esto». Es cierto. Con las ahora infinitas posibilidades de propagar situaciones y confidencias, probablemente jamás hubiéramos cometido la imprudencia de depositar tanta intimidad en el otro. Amores y desamores, atracciones fugaces, otras tantas fatales, traiciones. El ritmo era distinto. El tempo de la amistad se regía por otros códigos de conducta. Sin tanta apariencia y más apetencia: ganas por cultivar una buena fraternidad, duradera y simple, imperfecta y hermosa.
La vida enseña sus dientes de cuando en cuando. En ese instante, no faltan a mi lado aquel grupo de incautos que levantaban vasos de tubo para pimplar sus martinis con limón a 125 pesetas. Fueron y son los mismos amigos; eran y son otros tiempos. No juzgo que estos sean peores, sería de necios ignorar sus bondades. Pero quien pertenezca a mi degeneración vital sabe del valor de una amistad labrada desde la humildad. Discreción, respeto, honor e intimidad ajena. Paparruchas que hoy a duras penas Nadie realmente alcanza a recordar. Seguramente porque a ese don Nadie, entregado al postureo, se le pasó compartir esta publicación en su muro de cartón-piedra.
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