Lo mío con la radio fue vocacional. O tal vez no.
Recuerdo que miraba cabizbajo el suelo del Peugeot 505. Iba en el asiento delantero y, por supuesto, sin cinturón. Eran los 80, claro. Sobre las alfombrillas de caucho reposaba una pequeña mochila azul de asa blanca y estampado dec globos multicolores. Mi madre me llevaba diariamente a clase en aquel coche plateado. No íbamos solos. También sonaba Iñaki. Todos los días. Y en medio de ambos le pregunté a ella: «¿Qué hace falta para hablar por la radio?» «Ser periodista» -respondió ella ajena al porvenir de su hijo.
Hubo que esperar. Los primeros síntomas se percibieron con la fiebre de los 13. La radio eclipsaba mi vergüenza adolescente. En plenas crecederas tuve claro que quería ser locutor, radiofonista. Paradójicamente antes de que me cambiara la voz. Del recién estrenado Larguero a mi paso por Radio Euskadi sólo mediaron la Onda Media y los toros dominicales. Roge Blasco trazaba una ruta libre de banderillas, la única emisora que viajaba evitando cosos y mozos de espadas. Yo, en cambio, lo fui de cañas. La pesca acabó por atraparme en las redes de la radio. La afición de mi padre me llevó a conocer media Cantabria Oriental para no capturar nada y sí captar, en cambio, infinidad de frecuencias. Entre ellas la de Onda Cero, donde a la postre terminaría por empezar en este oficio de locos.
A la radio le he puesto mi ilusión y mis ganas. A ella le fié mi juventud concatenando 3 temporadas en fin de semana y otras 3 en la noche eterna. En esa ruta endiablada, he conocido gente realmente maravillosa y gentuza irremediablemente maquiavélica. Buena parte de estos últimos pertenecen a una tribu selecta: periodistas de pedigrí. Herederos de quienes decidieron servirse del dial como un altozano periodístico donde sermonear, aleccionar o reconfortar a sus parroquianos. Una práctica que, impulsada por oligopolios empresariales, instituciones autonómicas y formaciones políticas, ha conseguido deformar el espíritu original de la radio: el misterio de la voz, el entretenimiento o la simple compañía. Su inmediatez fue el atractivo perfecto para aquella transición española pero, a la postre, su principal lastre para quienes soñamos a través de las palabras. Al igual que un buen libro la radio logra perfilar en la mente paisajes sonoros cambiantes, cargados de aromas y repletos de matices. Ficción, reportajes, entrevistas personales, música minoritaria para una amplia mayoría y viceversa. La radio debería ser ese I+D tan ensalzado por la misma clase política que sólo entiende las ondas como un eco de sus propias palabras. La actual democracia española vio la luz, y conoció sus grises sombras, gracias al transistor. Ahora la política faena en nuevos caladeros con otras Redes que entrelazan realidades y desdibujan los lindes de la información y la verdad. Por contra la radio se torna susurro del ayer, instante lejano y recuerdo melancólico de quienes le prestamos nuestra voz.
Pocos recuerdan que este medio sin imagen es también el único que las consigue evocar. Valen más que mil palabras -argumentan- pero cada palabra es capaz de sugerir millones de imágenes mentales en cada oyente. Hagan números.
Lo mío con el periodismo no fue vocacional. O tal vez sí.
Debe estar conectado para enviar un comentario.