La cajetilla tonta

La voz de la conciencia resuena de vez en cuando entre las paredes de mi cráneo. Me sobran forenses sicofónicos para determinar que se trata de una voz maternal.  No hay lugar para la duda. Su inconfundible timbre resulta ser una octava superior a la de cualquier varón de mi familia. En origen, sus ondas solían propagarse a la hora de la merienda, después de un par de horas de disfrute televisivo. Con el retrogusto propio de pan y chocolate en onzas, la orden cruzaba el largo pasillo sorteando todo obstáculo para golpearme aún con cierto brío en el tímpano: «Deja ya la caja tonta».

A fuerza de repetirse, la cantinela de toda madre ochentera preocupada mínimamente por la educación de sus hijos se convirtió en la consigna por antonomasia. Demodé para este siglo XXI si nos atenemos al desarrollo tecnológico. Es cierto: no queda ya ni caja, tampoco tubos catódicos en su interior, ni siquiera la pluralidad de aquellos 4 canales que velaron nuestra infancia. Sin embargo, las diferencias sobre las formas no esconden que el contenido de la clásica advertencia sigue en vigor, más ahora si cabe. Porque es precisamente una cuestión de capacidad. Física, por sus reducidas dimensiones; y social, por los riesgos que sorteamos diariamente.

Están ahí, escondidas. Sólo hace falta mirar con atención. Abundan en bolsillos, bolsos, mariconeras, estuches, mochilas, maletas… Si bien su lugar predilecto es la palma de nuestra mano: aportando calor a los 35 grados de media que se registra bajo nuestra epidermis, tentando su propia existencia cual equilibrista, cifrando el porcentaje eléctrico de nuestra capacidad de comunicación, apremiando al mecanógrafo a ejercitar sus pulgares con una rítmica sucesión de notificaciones. Son las nuevas cajetillas de un vicio no regulado, de una dependencia absurda y de un control incesante. Un sedante de voluntades, un eximente o agravante de nuestros actos.

Llamo su atención sobre la imagen que preside estas palabras. Fue tomada hace apenas unos días. Nuestros protagonistas esperaban bajo un semáforo junto a quien esto escribe. Estaban uno al lado de la otra.  Un simple cruce de peatones, un abismo generacional. Una joven ejecutiva trajinaba con su dispositivo absorta en conversaciones pendientes, correos sin cartero o ligues de poca monta. Junto a ella, un viejecito con gorra y cachaba miraba al cielo por temor a unas gotas traicioneras. Sea como fuere, se hizo la luz. De color verde.  El anciano cruzó el paso de cebra. Ella siguió inmutable.  Lo seguiría estando si un león ocupara el lugar de aquel abuelo. Y fue él quien, con toda prudencia, llamó su atención sobre la vida real. Nada ni nadie detenía sus pasos, sólo ella misma y aquel maldito chisme que él jamás entendería. Seguramente coleccionaba alguno en casa, fruto de regalos a destiempo. Ella no le dio ni las gracias. Se sonrojó y huyó refugiando nuevamente la mirada reincidente en su cajetilla. Tan tonta como el resto de quienes nos rendimos al estímulo lumínico de estas pantallas. Más planas, con mayor resolución y una sorprendente facilidad para abducirnos.

 

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