Sensaciones. No hay posos. Sólo espuma. En el fondo de una taza de café rara vez se vislumbra la ruta de nuestro futuro. Sobre ese pretendido mapa del porvenir, hallamos la geografía del pasado como un poblado de burbujas. Evidencias físicas de todo resto de café con leche y, a su vez, vivencias metafóricas de aquellos deseos que lo fueron y en eso quedaron.
Recuerdos. De Juan Valdez y su acémila saludando por la ventana, del comercial de Saimaza estampando su sello sobre la saca etíope, de las promesas de sueldazos descafeinados. Simples estampas infantiles, complejas alegorías publicitarias que invitaban a olisquear el tueste y saborear el cálido jugo de su grano. Con el tiempo, aquellos anuncios dieron paso a tertulias no precisamente literarias. En la ‘era aW’/antes del WhatsApp, la chavalería acostumbraba a reunirse los domingos para inventariar conquistas y rupturas, muescas y cicatrices, el debe y haber del amor. El café era un pretexto para aquellas citas. En realidad, cada cual saciaba a su antojo la sed propia de la resaca. ¿Cómo era aquello de que una se quita con otra? Y así, de aquellos posos, vienen estos otros y es así como escapo de mi regresión.
Presente. Mientras apuro mi dosis matinal, leo que en el mundo se consumirán hoy otras 2.250 millones de tazas. Molido, sobre o cápsula. Cálculos del café elaborados por la Agencia Internacional de Investigación sobre el cáncer (IARC) y el Imperial College de Londres. Ambas entidades certifican los beneficios del café sobre la circulación y el tracto digestivo. Bien leído, no hace falta ser gastroenterólogo para auditar la eficacia extractiva del café vomitado por ciertas máquinas expendedoras. ¿Qué quiere? Por 80 céntimos, que diría ZP, el retrogusto no puede ser muy distinto al de su última legislatura.
Confidencias. De vez en cuanto (sic), mi cafetera enfila el océano rumbo a las Antillas. Por encima de tópicos y 2.000 metros de altitud, Jamaica cultiva cafetos de un arábica de tamaña categoría, azul como el cielo al que transportan. Allí, en el Caribe, se halla el paraíso a 4 euros la taza. Blue Mountain es un placer en boca, suave y a la vez intenso. Una antítesis cafetalera que evoca al futuro del que nos privan otras bayas de la misma especie. Sírvase sin -mala- leche. Indicado para conversar, leer y discurrir. Sin prisa, con pausa. Sorbiendo sueños y deleitándose con el Caribe. Con esa Jamaica ignota. Más allá del misticismo propio del reagge; o de ese analgésico, no menos local, con vaporoso olor a tabaco y Chanel.
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