Nada nuevo bajo el sol, ni sobre la sombra que proyectaba mi periódico. Marchando otra ración extra de titulares apocalípticos: que si tal proclamación finiquita el infierno e instaura la arcadia; que si este presidente es un puto cobarde y aquel pura leyenda; tesoreros que son tachados de cabrones; o alcaldes que agasajan a terceros como «se hace en todos los lados, si quieres sacar algo» En resumen, nada. La generalidad de los ciudadanos -zanjé- permanece sedada y disfruta de esmerados cuidados paliativos que rayan con la muerte por sobredosis. A esto se suman los tratamientos a demanda: bien con opiáceos bajo receta médica, bien sesiones diarias de reguetón con canuto en mano. Porque, como concluye el sanedrín del bar donde me hallo, «total, qué más da/ a quién le importa/ si no va a cambiar nada…» Aún no lo sé, pero estoy yo a punto de estallar. Y no a causa de un inusitado acceso de rebeldía, sino por un jodido mendrugo de pan.
Periódico abierto y sentado en la terraza. Recién llegado en el autobús de línea. Atrás dejaba una fauna interesante. A saber: un moqueador sin pañuelo pero con mangas, una conversación telefónica ajena tan íntima como notoria, y tres adolescentes -bobas de remate- que se reían de todo y de nada. Pues bien, que me pierdo; seguía sentado en la susodicha y dichosa terraza. Sol en lo alto, sombra en lo bajo. Periódico en mano, café terciado. Y lo noté en el tobillo: era un gato. No me caen bien; tampoco mal. Pero allí estaba, mirando qué caía del cielo. Porque cuando eres gato -pensé- la distancia al paraíso se acorta. Dios debe de sentirse así mientras devoramos mierda con forma de fast food. Perdón, vuelvo de mi ida de olla. Decía que el gato me miraba y yo dejé de hacerlo para releer no-sé-qué. Y así estaba, como Dios, cuando llegó aquella tonta de remate.
Era alta, morena y feliz, según confesaba la sonrisa de sus labios. Llevaba en la mano un bocadillo con menos condumio que miga. Me saludó y la correspondí. Me preguntó algo pero no logré entender. Volvió a musitar antes de sonreír, partió pan, lo bendijo y… me lo tiró a los pies (¡?) Acto seguido, miré hacia abajo y me vi rodeado de gatos. Tres, como la santísima trinidad de los trinitarios. Levanté la vista y se despidió con la mano. Sin la menor sombra de arrepentimiento. Satisfecha de su buena obra del día: dar de comer al hambriento y joder al prójimo como a usted mismo. Conciencia ecológica, gusto por los animales, educación en valores… Y pan, mucho pan; algo de circo, y poca sustancia.
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