A la calle

Hace poco conocí esta historia. La de un matrimonio que dejó de pagar su alquiler. Que afrontó un juicio por iniciativa del seguro de su casera. Y que, para sentenciar que la justicia lo suele ser, lo perdieron. Después de echar números vivieron igual de felices que antes de pagar lo que ya no debían. Saldaron todas las deudas contraídas con la dueña, no así las costas judiciales reclamadas por el intermediario, en teoría, un mero seguro de alquiler. FIN (¿!?)

Este relato de previsible final ni lo fue tanto, ni tampoco tal. El caso de la casera no merecería el nuestro. Caso omiso, como mucho. Sin embargo, incauta ella, los problemas no habían hecho nada más que empezar. Primero fue una llamada a deshora, luego otra notificación en el móvil vía SMS. El canal variaba, el mensaje no: «le informamos del próximo desahucio de sus inquilinos» La razón esgrimida resultaba de una abrumadora simpleza: impago de las costas judiciales. «¿Pero no estaba ya todo el lío resuelto?» La mujer no entendía nada. A sus 74 años, había vivido lo bastante como para saber que existen otras formas de hacer y deshacer. Y a ello se puso, y opuso.

Durante horas y días, pidió a su compañía que se limitase a garantizar el cobro del alquiler, rechazando el lanzamiento por el impago de costas judiciales. «Que se arreglen ustedes, oiga» Se mataba con la razón, con su verdad y valores. Requerimientos judiciales, embargo de bienes… «Mira si no hay alternativas antes de echarlos a la calle, por Dios» Pero mientras esos pensamientos ocupaban su desvelo, el seguro hacía oídos sordos. «Pobre gente, ¡ y con hijos!» Los días pasaron tanto como lo hacía el seguro de las indicaciones de su cliente. Al fondo se vislumbraba ya el borde del precipicio. Fue en vísperas del lanzamiento -causalidad (sic)- que tuvieron la feliz ocurrencia: «Señora, escriba un email donde renuncie a nuestros servicios como aseguradora y mañana no habrá desahucio» En otras palabras, pague usted los platos rotos o rota queda su puerta. «¡Pero si no tengo ordenador ni sé cómo va!» Será ya algo mayor, pero cavila bien. Sabía que aquello era una operación de acoso. «No tenemos tiempo. Probablemente no podamos hacer nada: ¿acepta o no?» Una, dos horas; cinco, siete llamadas. A la octava no pudo más. Perdió los papeles, gritó por un auricular que realmente ni falta hacia ya para hacerse oír. De su garganta quebrada, rasgada de las continuas discusiones telefónicas, salió una respuesta lógica con forma de pregunta inocente: «Oiga, ¿la puerta de mi casa sigue siendo mía? Pues mire, ni se le ocurra descerrajarla o seré yo quien vaya a juicio. ¿Me ha oído?» (…)

Lo sé. En 2017 este tipo de dramas ya no se estilan en medios. Lejos quedan aquellos titulares que provocaron el desasosiego colectivo. Hoy toda buena noticia es fruto de la destilación de reproches por corrupción que se limiten a eso (ya sabe, para evitar interferencias en los pactos entre partidos), ilegalidad legislativa, crisis identitaria, victimismo político, fútbol y autocomplacencia económica. Pues bien, hace apenas 5 años se producían 517 desahucios al día. Medio millar, 517 familias. Y hoy, en el oficio, apenas nos da para un breve en página impar. Alejados por suerte de aquellas cifras, los desahucios han pasado de la primera plana de los medios a la actualización ocasional como fin. Personalmente creo que estas historias no están nunca de más. Recuerdan y previenen frente a la indefensión que produce el olvido: esta cadena perpetua a padecer cíclicamente las mismas miserias humanas; la falsa seguridad asegurada; frustraciones colectivas, colectivos frustrados; y, en resumidas cuentas, de beneficios a corto plazo a expensas de aplazar soluciones a largo.

A causa de todo ese olvido, esta historia no le interesa a nadie. Ni siquiera al inquilino ignorante de la amenaza real. Ni a las bravuconas aseguradoras, temerosas en cambio de una mala reputación en redes. Ni a los periodistas de raza, que bastante tienen con el lazo amarillo de Guardiola u otras anécdotas de idéntico color al sensacionalismo. A nadie, por tanto, le preocupa.

(…) Sólo a ella. A nuestra involuntaria protagonista, quien vuelve a dormir, porque puede, y con la conciencia tranquila.

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