Retiro el esparadrapo. Cuatro pelos menos y un hematoma de más. Ahí está el miserable cardenal quevedesco; certificando la traicionera punción, rodeado de una amarillenta aureola a modo de tatuaje discrecional. Fiel a su malsana costumbre, mis neuronas se desparraman a gusto y se entregan a caprichosas conexiones. La memoria auditiva devuelve una jota a mis oídos; la visual rastrea por el fondo de mi retina hasta dar con el rostro de la mujer en cuestión. Una cazurra con pintas de médica.
Y conste que no me mueve el insulto fácil. Nada de malo encuentro en el carácter reservado, comedido o simplemente torpe del prójimo. Pero la facultativa, autora confesa del pinchazo, resultó maleducada. Que también es delito que, tras 20 años de estudios y superar una selectividad con 12’331, no te dé para un «buenos días» Mala cara es lo que puso. Me observó algo chulesca, muy tiesa y aún más digna. Se volvió hacia su colega y, de sopetón, le pregunta: «¿Es Jon» ¡ Anda la otra! Me sonó raro que hablasen de mí, sin contar conmigo y estando allí, de cuerpo presente. Me molestó más que cuando parraplean, mal y por la espalda. Me pareció una gruesa grosería, si bien acepté el desafío con cara de mus. «Sí, es él» También yo sabía la respuesta, pero preferí que el batiblanco hiciera méritos. «Entonces me lo pasas luego y así me quito cuanto antes los de análisis» Volví la vista, me detuve en su mirada y vislumbré que en ningún momento vio necesidad de saludar. Salta a la vista la gente con poca, me consolé.
Para pincharme tuvo menos reparos. Mientras la aguja surcaba mi epidermis, recordé un oscuro ascensor, de pesadas puertas y lento como él solo. En plena cosecha de 0+, me vino a la mente aquella cabina que unía aparcamiento y hall. Un trayecto de apenas dos plantas pero suficiente para comprobar que el gremio periodístico tampoco se prodiga en formalismos. ‘Epa‘, ‘Iep’, ‘Eh‘, ‘Qué‘, ‘Ps‘ o ‘Eu‘. Todos ellos sonidos de salutación que, mascullados con desgana, certifican a graduados y su nivel Maribel. Surgidos de la caverna, tan mediática como prehistórica, supongo que los habituales del montacargas consideran su gruñido como el equivalente al meloso «le deseo una feliz jornada, licenciado» de otras latitudes.
Mientras me desangraba en un tubito naranja, entró el médico que me había desatendido con anterioridad. Me preguntó por mi vida, obra y milagros. Mis respuestas iban borboteando a la par que los mililitros de sangre se acumulaban en otro recipiente morado. Y así, poco a poco, el doctor se interesó por mi profesión, familia y conocidos al son de diga 33, inspire, ahora quítese la camiseta y de fumar ni hablamos. Incluso encontramos amigos comunes. Su socia, en cambio, tan muda como la que me disponía a enfundarme tras el reconocimiento. «Bueno, le diré a Bea que ya te conozco» Fue lo último que oí al salir de aquella consulta. La mía, hacia ustedes, es esta otra: ¿ se nos ha ido la pinza?
El respeto al secreto profesional, las churras y merinas, los galgos y podencos, el hola y el adiós. Del férreo protocolo a la familiaridad condescendiente. Del risueño emoticono al mutismo crónico. Por suerte, existe una amplia escala de matices. Me confortan la sonrisa de mi quiosquera, las conversaciones intrascendentes con camareros, el amigo bestia que saluda a gritos en mitad de la plaza, el brasas de turno… La educación no entiende de estudios, pero sí de límites. Por exceso y por defecto de gálibo. Porque ser médico es algo tan serio como ser paciente y no perderla en el intento. Así que, llegado el caso: paciencia, mucha salud y saludos cordiales.
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