Hidalgos

Entonces llegó el día del libro. Y de la rosa amarilla. Y tampoco faltaron quienes leían durante 24 horas aquel que jamás hojearon ni de solapa. Cuestión de pose y pesadez. Del siglo de Oro al del Silicio han mediado proverbiales autores en cientos de lenguas pero El Quixote trota hoy con brío a lomos de ediciones variopintas. Cuenta Francisco Rico que «cada generación tiene que ver a Cervantes desde su propia situación, con su perspectiva irreductible a otras […] ya que nos dice cosas distintas según quién sea el ‘nosotros’» Un pronombre personal que vascas y vascos gustamos de emplear desde el dogma hasta el tedio. Hidalgos universales, todas y todos, que hallamos en tal supuesta nobleza un vestigio medieval a preservar para mayor gloria de la política pragmática y el intercambio de cromos.

El personaje de Cervantes, ingenioso hidalgo también, era ante todo idealista. Al margen de la crítica a las novelas de caballería, coinciden los expertos en que estamos ante un iluso de libro que venera tal ilusión y no se aviene a descabalgar de ella. Los valores medievales que Alonso Quijano juró defender ya eran por entonces quimeras. No aspiraba a la utopía sino a establecer distópicos valores caballerescos:  el culto a la verdad, el honor, la aceptación de la desgracia, la defensa del más débil o el desprecio a la riqueza.  En el siglo XVI aquella sociedad era incapaz de vivir el ethos caballeresco pero tampoco aceptaba la nueva concepción burguesa que llamaba a las puertas de las Españas, en plural entonces y también ahora. Su locura fue contravenir el orden de la naturaleza de las cosas: error que es germen de todo heroísmo; demencia que alumbra toda sensata conquista. Spero lucem post tenebras.

Desconozco cuánto de Quixote y Sancho habita en los hidalgos de esta aldea global.  Generación tras degeneración tropezamos ante los mismos principios universales que Don Alonso.  Luchamos por igual contra lo que ya otros libraron desigual combate. Una constante cíclica y clásica como el título del alcalaíno. Una razón ciega y febril, un sinsentido honrado, de valor autoimpuesto e injusta sentencia. Todo por ese intangible que alguien dio en llamar honor. A vueltas con esta idea me dijo una vez un amigo -de los que se dejan de emoticoxones y te llaman cuando estás xodido– que no existe nada con menos coherencia que los intentos de todo aprendiz de Quixote por salvaguardar la suya propia. Pese a todos los pesares, me las piro siguiendo los textos de Avalle-Arce y el retruécano que empleó para parafrasear al único -y dual en apellido- Ortega y Gasset: «Si el filósofo dice «Yo soy yo y mis circunstancias» don Quijote hubiera dicho yo soy yo por encima de mis circunstancias» ¿ Vale?

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