Excepción sin regla (VI): Caleidoscopio

Se cumplen 18 años desde que me pusiera por primera vez frente a un micro. Empecé joven, digan lo que digan. Incluso antes de que una universidad tan vasca como pública se dignara a darme licencia en nombre del rey emérito. Una agenda cultural escrita a boli fue mi primera contribución a la radio. Desde entonces he duplicado años, certezas, problemas e incluso estirpe. Nunca imaginé que el entonces futuro fuera así hoy. Pero me gusta. Me siento satisfecho de conservar buena parte del iluso y terco que siempre he sido. Estrenada esta particular mayoría de edad, me veo incluso más joven de lo que era. Más consciente de lo que soy, de lo que jamás seré y de lo que nunca fui.

Leo que esta semana ETA lo deja. Miento: ya lo dejó en 2011 y ahora dice disolverse. Y lo cierto es que no me sale nada. Ni tampoco siento interés periodístico por el asunto. Ya pueden disculpar, o no. Una vez más Iñaki tenía razón. Así que me concedo varios días. Dejo en suspense este articulo (…) y lo retomo después de ese paréntesis y tantos días como puntos, otros tres. Me planteo de nuevo si realmente esta mayoría de edad profesional me está pasando factura. Podría escribir del sentido de la violencia pero ahora, como antes, tampoco lo tendría. Sólo el testimonio de dolor de sus víctimas ha conseguido reavivar mi interés. Las historias personales dotan  de sentido a esta profesión. También ejercicios periodísticos como la traducción simultánea de Alsina, a practicar con todo-todo-y-todo lo que a uno le cuentan. Luego visité Arnaga, su estanque y salones gracias a la amarga crónica de Iñigo Domínguez. Y compartí la emoción contenida en los tuits de Rafaela Romero. Poco a poco me desconecté de un relato revolucionariamente institucionalizado para reencontrarme con ese pasado común. Sin pretenderlo, acabé agarrando mi propio caleidoscopio y di vueltas a mis recuerdos.

Fue así como me acordé de la bomba que me despertó de madrugada siendo niño, de las amenazas de extorsión padecidas por un familiar, del abuelo que acabó en la cárcel por defender lo que entendió mejor para su pueblo, de los reparos de mi padre a entrar en aparcamientos subterráneos tras el atentado de Hipercor, de unos carteles que llamaban al boicot a los yogures que merendaba cada tarde, de aquella otra cuando mi otro abuelo buscó refugio en un portal mientras la Guardia Civil nos disparaba pelotas a la salida del cole. Recordé aquellas incomprensibles contramanifestaciones ante los secuestros, a un policía que pidió peras a un grupo de olmos, del lazo azul en la solapa, del «ten cuidado y si hay lío para casa«, de los amigos de Madrid que cuestionaban tu origen. Me vinieron a la memoria los políticos que rompían el silencio de concentraciones para colar su mensaje, una desafortunada pancarta para condenar el supuesto 11-M de ETA, arrestos indiscriminados de madrugada y sin presunción de inocencia en los medios, aquel invitado que eludió entrar en antena al autodiagnosticarse «demasiado mediatizado» como para condenar un asesinato. Creí ver de nuevo como ciertos parlamentarios decidían desayunar juntos tras lanzarse duras acusaciones de amparar a ETA e impulsar los GAL; también con tocar el polvo sobre mi teclado después del atentado en la emisora; leer nuevas críticas de colegas periodistas especializados en calumniar de oídas y #etiquetar políticamente; y, de este modo, el recuerdo se tornó presente hasta narrar el final de tanto horror hace ahora 7 años.

Dando vueltas a ese prisma triangular me percaté de que la mía era una visión muy simple. Minucias sin interés. Nada especial. Y volví a dudar entre publicar o no estas líneas. Pero de pronto pensé en todos estos años, en tantas noticias caducas, en el sufrimiento ajeno y en el riesgo de olvido propio. En las historias de una historia que ha condicionado la de miles de personas y la existencia física, real, de un millar. La mente se vacía pronto. Demasiado incluso para lo que nunca se debe obviar. Por eso entre tanta palabra busco ya el silencio. Aquel que rompí públicamente hace 18 años y que hoy decido guardar con el máximo de los respetos:

853.

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