Los de verdad cambian. Por suerte no lo hacen en sus defectos. Los viejos amigos somos perros resabiados; con mejor olfato y peores pulgas. Los años no perdonan así que, a cambio, nos ablandan y envejecen para bien. Como sucede con el buen vino, aquel mosto gana en solera y nobleza de matices. Sutil combinación de maceración carbónica y oxidación vital que evidencian las reglas químicas y físicas que consumen nuestra existencia. Así que las comidas con mis críticos más acérrimos son un obsequio de viejos tiempos con nuevas arrugas. A contraluz del amplio ventanal, aprecio canas laterales y entradas frontales suavizadas por salidas graciosas y risas francas. La autopsia en vida detalla otros signos. Lesiones más sutiles e imperceptibles para quienes desconozcan los antecedentes de los reunidos ya que, como todo hijo de madre, no seré yo el único que muestre cicatrices allí donde alguna vez anidaron sueños.
Más de media vida, juntos y en la distancia, evidencia dos cosas: que aún hay aprecio donde seguro que más de una vez faltó; y que, por suerte para el éxito del almuerzo, quedamos con escasa frecuencia. Dicen que el roce hace el cariño, aunque no es del todo cierto. Y esto lo tengo muy claro. Salvo por cuestiones coyunturales -o de coyunda-, el roce provoca fricción y ésta es siempre origen del desgaste de todo cuerpo. Quede claro, por tanto, que nuestra relación es otra: imperfecta, ocasional y fruto de la casualidad; o del random, como le dicen ahora. Un eslabón que ata al superyo que ayer fui con lo que resta de este infratú del hoy. Somos pavos menos gallos, menos burros y, en consecuencia, más monos y humanos que nunca. En ese minuto de gloria, al levantar la vista del reloj que lo marca, compruebo que la vida ha sido injusta con todos y al tiempo bendita por mantenernos a flote.
Nuestra sola supervivencia sirve de excusa para alzar la copa. Un cáliz repleto de nostalgia, ese extraño placer por degustar la ignorancia selectiva de nuestro pasado. Todo pasa por saciar la sed emborrachándote del recuerdo y colmar el apetito gracias a la palabra amable, el insulto crudo y el reproche sincero. Se obvian broncas, desplantes, rencores pasajeros; aquello que hoy parecen minucias y entonces fueron universos. La vida curte nuestra piel para teñirla de color sepia, mucho más apropiado para el álbum que nos empeñamos en repasar. Mientras masticamos con la boca abierta vociferamos versiones de nuestras vidas. Iconos pop como el flash de pera, Tamariz, al Koala y The Offspring, el chow-chow, a quienes fueron invitadas a salir al balcón clavel en boca, marmitas verdes, eucaliptos californianos, medias merluzas y escasas capturas. Entonces, tras el empacho de añoranzas, digieres que tu pasado es tan común como incorrecto. Materia reservada para el consumo interno y digna del currículum de todo ministro. Con la febrícula propia del reencuentro, te felicitas sin exteriorizarlo por temor a la sorna. Porque siempre nos dijeron que la exaltación de la amistad es propia de borrachos; abrazos de madrugada entre solteros sin otro pito que tocar. O, como advirtiera el benjamín de cuantos allí nos reunimos, estas conversaciones no se mantienen con otra gente. He ahí la diferencia. Brindo por ella y nuestro reencuentro. Ahora, ayer o cuando se tercie, perros. El Pierola (sic) lo ponéis vosotros.
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