Cara a cara. Aquella mujer tendría unos 80 años. Coincidimos en Urgencias pero se la veía serena. La zona de boxes, hasta los topes. Mi fiebre rondaba los 39 grados y acumulaba varios días sin descanso. No podía con la garganta y el tímpano me estallaba. Por lo que comprobé, el espacio era allí un bien escaso. Tocaba hacer pasillo. Me adjudicaron una silla de ruedas para administrar el antibiótico por goteo. Me dio respeto. Jamás me había sentado en una, ni siquiera de niño. Por cosas de mal fario, tentar la suerte o qué sé yo. Allí, en mitad del corredor, me imaginé postrado dentro de un par de décadas. Al levantar la vista, me sorprendió la curiosidad de sus ojos. Permanecer sobre una silla de ruedas no era en su caso una decisión momentánea. Su mirada, en cambio, estaba llena de vida. Firme y amable. Como la cordial despedida y mi recuerdo.
De espalda. Aquel chaval no superaba los 25. En edad de ser tronista, el suyo pasaba por el asiento de cuero de aquella peluquería donde, muy mono, quería vestir de seda. Mi paciencia no pasó de los 30 minutos. Sus continuas indicaciones para modelar aquel cráneo de reminiscencias neandertales resultaban insufribles. La esteticista, de edad similar al guaje, le complacía. Mientras se afanaba en el concienzudo corte de pelo, ambos se felicitaban por su anterior trabajo capilar para sus seguidores de Instagram. Le miré y me devolvió una mirada vacua a pesar de la juventud. Sin vida ni brillo; más allá del pelo, claro está. No aguardé mi turno. Me levanté del sofá, me disculpé ante la peluquera y marché sintiendo sobre mi nuca, y mi cabello puigdemoníaco, el desprecio de su mirada.
Frente a la pantalla. En pleno ecuador vital y sobre la silla que me soporta mientras escribo. Digo yo, que ya en este tercer párrafo, sobra decir que la cosa iba hoy de aposentar los reales. Y también de conocer el sitio que a cada cual le corresponde en esta historia. Del universo que dista entre la realidad de una octogenaria y las preocupaciones de un veinteañero. Vivimos más, demasiado como para entendernos y situarnos en el lugar de los demás. Probablemente nunca antes en la historia hubo un salto generacional tan acusado. Hasta el punto que no faltan sociólogos prestos a alertar ante la existencia de dos civilizaciones totalmente incomunicadas en plena era de la información. Es así, bajo la luz de la lámpara que se refleja en la pantalla, cuando me reconozco en el mayor y me alejo del joven que nunca fui. Y pienso en el paso del tiempo y en otras sillas. En el instante en que dejará de sonar la canción y no habrá una sobre la que sentarse. Nos sorprenderemos de pie. Sin entender nada ni a nadie. Justo antes de desaparecer de la pista de baile. Sin hacer ruido.
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