El asalto tuvo lugar en un paso de peatones. Serían poco más de las 5 de la tarde. El muñeco rojo permanecía quieto, apostado sobre la cuenta atrás que discurría lentamente en el recuadro inferior de aquel semáforo. El sol lucía en lo alto. Había sido un día duro y me disponía a tomar unas cañas con varios amigos. Necesitaba una ducha pero no tenía tiempo de volver a casa. Me peiné hacia atrás mesando el pelo con las manos y de pronto oí su voz. El eco procedía de una chica con muy buen tipo. Era alta, atractiva y vestía pantalón ceñido. «Perdona, me gustaría decirte que eres muy guapo y me encanta tu pelo» Me quedé tan paralizado como el ruborizado monigote de la señal. Desconcertado, no supe qué responder. Y en medio segundo mi cabeza analizó todos los escenarios posibles:
Pensé que tal vez fuera una artimaña para robarme la cartera. Después me acordé de la técnica del cloroformo y concluí que no debía acercarme. En una segunda décima de segundo reparé en su mirada por si me encontraba ante una chalada capaz de acuchillarme. Miré de reojo alrededor por si alguien grababa la escena. Supuse que tal vez fuera una prueba de despedida de solteras. O un estudio para la universidad sobre lo babosos que somos los tíos cuando una mujer ensalza nuestra belleza. Quizá estaba tomándome el mismo pelo que decía admirar. Tal vez no se había dado cuenta de la diferencia de edad. O sí, y le ponían los tipos que peinamos nuestras primeras canas. Me acordé de las agresiones sexistas, de las mujeres que detestan este tipo de escenas, las aplicaciones móviles que simplifican y banalizan el noble arte del flirteo y concluí que estoy desfasado en lo tocante -con permiso, siempre- a los nuevos modos de cortejo.
Sea como fuere, allí estaba yo fiel a mi estilo: como un auténtico gilipollas, media sonrisa en los labios y sin saber qué responder. Si hubiese estado por allí el psicoanalista de Woody Allen, pues a este ritmo no andará lejos el día que recurra a su diván; le habría preguntado si debería creerme más macho alpha que el triste fruto de aquella lejana e ingrata adolescencia. Pero no tenía escapatoria y, en paralelo al crono del semáforo, mi mente sopesaba el valor de la palabra oportuna. «Gracias» – musité como implorando misericordia ante aquella rocambolesca situación. Se volvió sonriente y me guiñó un ojo mientras ambos proseguíamos nuestro camino en sentido opuesto. Desde entonces sigo buscando uno a esta bendita historia. Durante semanas he aguardado con ansia verme en algún meme o cámara oculta. Tomen, pues, este artículo como un aviso a navegantes de las redes sociales y tengan también compasión de mí. De paso -de peatones- ya saben lo creído que me lo tengo.
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