Ocurrió en una mina. 300 personas murieron aplastadas a consecuencia del derrumbe registrado en una recóndita galería. Y no me pregunten más. Tal vez sucedió en Irán, Afganistán o Pakistán… Una década después no recuerdo los detalles de aquella noticia. Pero a mi colega ya entonces le dio igual. Conservo en mi memoria sus gritos. No evidenciaban pena ni dolor, sino alivio y júbilo por tener resuelta la portada de su informativo. Se encendió la luz roja y su voz, la misma que había vitoreado la mala nueva, se tornó afectada. Y, por cínico que parezca, resulta del todo comprensible para cualquiera que haya ejercido este oficio de locos.
Y ahora toca matizar, claro. Pues esto va por barrios, gentes y gentuzas. Sucede que, tras teclear durante horas, todo se relativiza en exceso. Y no es una simple cuestión de bondad, mentira o falta de honestidad. Llegado ese instante, la aspiración no se colma con la simple consecución de una exclusiva sino que trata de satisfacer la propia ansiedad y autoexigencia profesional. Una tensión que se libera con cada nuevo carácter que oscurece la pantalla del ordenador. Es así como la hilera de letras da cuerpo a la palabra y ésta, a una caprichosa concatenación de recursos literarios que se resumen en una máxima: «Lo peor está por llegar» La misma que se emplea, por cierto (y por defecto), al informar de la evolución de todo temporal meteorológico. ¿Cómo era aquello de los cínicos, Ryszard?
Como adicto a la información, todos los días necesito mi chute. Mi revista de prensa y repaso al timeline de Twitter con una taza de café en la mano, escuchar en tránsito los matinales de tres o cuatro emisoras de radio, algún podcast para picotear entre horas y una velada aderezada con un par de noticiarios televisivos. Gracias al proceso de reinserción, poco a poco me estoy rehabilitando para convivir en sociedad. Gracias a mi terapia de choque, he rebajado la dosis mediática. Hace tiempo que dejé de tomar apuntes de los informativos. Eso pasó a la historia, al menos de momento.
Y estaba pensando y escribiendo sobre este particular, que nada tiene de tal para un periodista en ejercicio; estaba redactando este artículo, digo, cuando leí una notificación en el móvil. El escueto mensaje detallaba que un viejo amigo había resultado herido en el complejo accidente de tráfico registrado horas atrás. El estómago se me puso del revés. Hacía apenas unos minutos desde que el suceso había formado parte de una conversación familiar. Una alusión lejana, intrascendente y carente de interés real. Ahora, en cambio, la distancia se acortaba, dibujaba mentalmente la escena y las consecuencias. Esta ráfaga de imágenes me situaba, pasados los años, ante la cruda contradicción; frente al reflejo que revela ese desdén inicial por un drama ajeno recogido en una noticia.
Acto seguido abrí una red social y probé también a leer comentarios sobre el siniestro. No faltaban autores anónimos contribuyendo al debate de sordos que allí tenía lugar. Pensé en la coraza social media que inmuniza a todo troll tuitero y anónimo lector ante una sucesión de noticias instantáneas. Fue entonces cuando concluí que debía, en justicia, indultar al mensajero. Al mismo que todos culpan y que el periodismo encarna. Una profesión condicionada hoy por la realidad aumentada de todo ciudadano hiperconectado. Ese tipo demoscópicamente etéreo que combina sus propios dramas con otros ajenos. Tragedias relatadas por los medios y que él mismo, desde la necesaria distancia terapéutica, amplifica inconscientemente a través de las redes sociales. Decía Nietzsche que el cinismo es la única forma bajo la cual las almas bajas rozan lo que se llama sinceridad. La sociedad 2.0 poco tiene que ver, por tanto, con el periodismo. Y viceversa.
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