Estaba oscuro. La luz no era blanca. Tampoco la encontré al final del túnel. O quizá sí y no sea del todo consciente. Aquel piloto se mantenía rojo, vivo y vibrante. Se hizo el silencio. Una quietud mínima. Pausa entre dos estados. Luego vinieron el saludo y la correspondiente presentación. Aquel paraíso era la radio y yo volvía a cascar, pero sin morir en el intento. Los acontecimientos se habían precipitado en apenas un par de horas. Una llamada a la que siguió una cita. Me descubrí hablando de radio, gracias a Consonni, e invitado a ella por una de las personas con quien más he disfrutado ejerciendo esta profesión. En aquella Alhóndiga radiofónica brindé mis opiniones junto a otros dos buenos amigos del medio. La idea era meternos en jardines, disfrutar de la compañía y recordar qué hay de especial en ese otro lado del altavoz.
Hablamos por hablar, y también con fundamento, sobre la radio como herramienta para construir ciudad. El cuarteto vocal concluyó que nos hallábamos ante un medio singular. No se trata de una mera apreciación emocional. Su sonido, compuesto de palabra, música y silencios; ha dado ritmo y color a nuestra realidad. Paradójicamente, este canal carente de imagen ha modelado nuestro imaginario colectivo durante décadas. De la onda corta a la FM pasando por la Onda Media. Épocas pasadas donde la palabra, ininteligible por interferencias, valía más que cualquier imagen de alta definición. Y lo sigue haciendo, como confirmaban los participantes en la investigación académica y posterior artículo que firmé para el libro: «The radio is dead. Long live the radio!» Un fugaz recorrido por su dial ofrece una certera radiografía de la sociedad. Lengua, cultura, música, minorías, la alegalidad pirata, la esperanza astrológica o incluso distintos métodos de aprendizaje de idiomas. Una ventana. Todo suena entre el 87.5 y los 108 MHz, o incluso más allá del podcast. La frecuencia -de escucha- la pone usted.
De izquierda a derecha, el periodista Juan Carlos de Rojo interviene en el programa presentado y dirigido por Alicia San Juan junto a Idoia Lázaro y Jon Bilbao
Hoy por hoy la radio continúa viva. Saturados de inmediatez y ruido, no es casual que la SER haya decidido subrayar esta temporada el poder de la voz. El tono, la cadencia, su ritmo… Valores congénitos a un medio que perdió parte de su alma cuando, tras la provechosa simbiosis con la actualidad, los informativos acabaron por parasitar su parrilla. Más de uno olvidó que hablar de gente importante no hace, por sí solo, que un medio resulte más interesante. Sirvan un par de botones como muestra del despropósito: suprimir espacios de información de tráfico o la redifusión -bonito eufemismo- de música feliz sin ton ni son. Obedece siempre a razones testiculares u ováricas; cuestión de perspectiva y género. Como cuando aquel directivo recriminó nuestro interés por la campaña del verdel puesto que a su juicio -sumarísimo- «eso sólo lo compran cuatro ‘curritos’» O quien ordenó transcribir las llamadas de los oyentes y que fueran los locutores quienes prestasen su voz a aquella audiencia enmudecida. Cuestión de galones, con rima en consonante. Todos y todas mandaban, incluso algunos ejercieron el periodismo, pero curiosamente ninguno había pasado jamás por antena. Ay, la radio que nos parió… ¡Cuánta razón, Supergarcía!
La radio es eso. Un boulevard pintarrajeado de graffitis. Una galería con vistas… Puro eco. Más que palabras, el sonido de quien la escucha. Un foro de diálogo aunque éste sea de sordos. Un sinfín de frases que describen instantes y emociones. Entre estas últimas, nostalgia como la que me provoca una antigua campaña de Radio Euskadi donde se evidenciaba el valor de la palabra, pues éstas sugieren más de mil imágenes. Algo así me sucede al pronunciar ‘radio’… O volverme a sentar a ese otro lado del altavoz. En buena onda, con buena gente. Sólo recuerdo que volví a estar nervioso, con apenas un hilo de voz. Como aquel día que debuté ante un micro verde esperanza, lo último que se pierde. Como decíamos ayer: «Hasta una próxima vez; si la hay»

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