Visa (bis)

He vuelto a la vida. Perdón, a la Visa. No debe de ser casual que ambas letras se encuentren tan próximas en el teclado. Olvídense de cédulas de identificación, pasaportes, carnés o deneís. Los derechos civiles se conquistan mediante tarjeta de crédito. Esta encarnación de navaja multiusos –o suiza, según la opacidad del depositante- nos ayuda a salir de cualquier apuro, cruzar fronteras en formato peaje, adquirir alimento o costear el café a contactos de nuestra vida social analógica. Pero doy fé -con tilde y todo- de que se puede vivir sin Visa. Al menos, durante 10 largos días.

Era noviembre. Ante la inminente caducidad de la tarjeta esperé una señal. Pero el banco no recibe. Cuestiones de la automatización informática. Vamos, que el usuario se acuerda antes de que la eficiente base de datos curse notificación. Ésta no se produjo, nunca. Ni por correo postal, ni vía web, ni rien de rien, aunque tampoco es que la situación fuese cómica. Me acerqué al cajero. Introduje la tarjeta de crédito y el que no lo dio fui yo. Bien clarito lo ponía: restaban tres días para disponer libremente de mis ahorros. Aproveché la agonía Visal para solicitar un reintegro en metálico. ¡Y a Dios gracias! El automático bramó, recontó y desembuchó lo que siempre fue mío mientras la pantalla me invitaba a pasar por una oficina convenientemente cerrada. Allí podría localizar la tarjeta, me reprochaba el chisme. Para esta gestión no servía ni web, ni banca online, ni banca telefónica ni porras fritas. Clavé la vista sobre la cámara de seguridad, suspiré profundamente y guiñé un ojo. Porque sí.

Tuvo que pasar más de una semana hasta que mi horario laboral, en confluencia con el paso de Marte por Venus, coincidiera a su vez con el de atención al público de la sucursal. Entre tanto me vi forzado a ayuno pecuniario y abstinencia capitalista. Ahí estaba yo: sin dinero de plástico. Cargado de razones pero sin Visa. Largos días donde me vi forzado a abonar en metálico numerosas compras navideñas. Percibí lástima en ciertas miradas. Explicaciones inquisitoriales al tiempo que formaba colas. Sentí el odio entre los dependientes a quienes tendí billetes de 50 euros. Y me entró un arrebato de solidaridad; pues pensé en el mal trago que los corruptos deben soportar en pleno blanqueo de capitales. Semejante trato no es de recibo, aunque ellos nunca lo exijan.

Y así entre IVAs y vueltas, recaí en mi caja de-toda-la-vida. Allí me atendió una joven muy joven; y tanto o más novel en el bello arte de escurrir el bulto. «No hemos recibido nada» – me espetó. En tal particular vis a vis, repliqué que se trataba de la segunda ocasión en que esto sucedía. Que siempre recibí la tarjeta en mi domicilio. Que ni carta ni notificación alguna me habían apremiado tampoco a desfilar por su oficina. Sonrió con estudiada empatía, me oyó pacientemente sin escuchar palabra y consultó la información de un obsoleto ordenador. Sin embargo todo fueron florituras. Ambos lo sabíamos. Tenía su respuesta dispuesta de antemano: “Tranquilo, le ha pasado a más gente” Entonces, el consuelo de bobos se tornó tormenta. Se hizo la noche y vi pasar fugazmente ante mis ojos toda la literatura sobre comunicación externa. Incluso me pareció oler restos humeantes de tratados de comunicación corporativa. En aquel segundo se desvanecían conceptos tales como la atención personalizada, la estrategia de marca o la razón que asiste a un cliente. Y ella, impertérrita, sonreía ante mí cual inocente criatura. Ay, mi querido primer eslabón de la atención al público; si tú supieras…

En ese instante noté un tímido ascenso biliar. Amargo aguinaldo como obsequio de una pésima atención al consumidor. Así que no me quedó otra. Recompuse mi cara, resitué los labios para corresponder a su sonrisa y pronuncié pausadamente: «es mi dinero y me lo llevo» Y fue así, queridos consumidores, como el espíritu navideño me liberó de la incompetencia bancaria para devolver, en su lugar, lo que el esfuerzo me ha permitido reunir durante estos trienios. Porque la comunicación importa a veces más que el propio importe.

Año nuevo, banco nuevo. Feliz reintegro a todos.

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