El cuerpo permanece tibio sobre la mesa. Pongo mis manos sobre su abdomen. Sitúo mis uñas en la parte posterior de su cabeza. Lo sujeto y percibo la rigidez de su piel en contacto con la yema de mis dedos. Tenso las falanges y aprieto con fuerza sobre su pescuezo. Todo es cierto; de verdad de la buena. Lo degüello sin compasión. Hoy como ayer el sonido es y fue seco, e imperceptible. Entonces también sus vísceras empezaban por desprenderse. No supe distinguir si aquella materia viscosa que pendía de mis manos eran sesos o estómago. Poco me importaba en plena escabechina. Pasé luego a ocuparme de sus formadas abdominales. Mientras conversaba animadamente, fui descuartizando una por una sus extremidades, despellejando el torso… De manera automática, irreflexiva, sádica. El ritual acabó por embadurnar aquellos restos sonrosados en una sustancia blanquecina de sabor salado. Una mezcla de huevo, aceite, vinagre y una pizca de sal que, debidamente refrigerada, pringaba ahora el contorno del tierno cadáver. Lo dispuse frente a mi boca y, justo cuando iba a engullir aquel primer langostino, percibí el peso de la culpa en unos ojos repletos de inocencia.
La testigo ocular no alcanzaba por entonces el metro-veinte; su mente cuestionaba mi proceder. A sus ojos, el asco de masticar aquel crustáceo era menor que lo censurable de la acción que había presenciado. Un adulto -yo mismo- descuartizando un animal, con bigotes e infinidad de patas. A saber, pereiópodos, pleópodos y urópodos. Pobre Rodolfo; y pobre de mí. Pues mientras el veganismo proclama el respeto animal y la ONU nos conmina a consumir insectos, nos las vemos y deseamos con el respeto a las tradiciones y la educación en valores. Pero, ¿cuáles son estos y qué normas los rigen? Si toda norma es consecuencia de lo socialmente aceptado como normal, ¿qué lo es en una sociedad tan heterogénea, superconcienciada, hipersensibilizada, megasolidaria, multiétnica, plurinacional y chachipiruli?
Pienso en los arqueólogos del futuro. Lejos de la imagen de Indiana Jones, millones de boots sincronizados intentarán hallar evidencias de la barbarie cometida por las tribus primitivas a caballo entre los siglos XX y XXI. Tipos que, de anticuados que eran, se obcecaban en escribir empleando números romanos y regirse por un calendario religioso. El mismo que cada año por diciembre les recordaba que tocaba pelar langostinos. Una cruel manera de celebrar el nacimiento de Jesús, el niño dios que pudo ver su primera luz años antes de Cristo. Conclusión: esa misma historia no tendrá jamás compasión por nosotros.
Nuestros juicios de valor se rigen por la norma social. Por consiguiente, la anormalidad es tan caprichosa como el país y el momento histórico en que vivamos. Así que no nos libraremos de la ira de nuestros tataranietos. Unos tipos -y tipas- que nos juzgarán con escasa piedad. La misma que empleamos en reprochar falta de ética a los moradores de Atapuerca o a los codiciosos descubridores de América. Nadie se preguntará entonces por las normas y usos de la época y la ignorancia será, como ahora, la madre del atrevimiento y de la arrogante corrección política. Por suerte no estaremos aquí para escucharles. Para entonces el resto habremos tomado el desvío del pasado. Conjuguemos mientras tanto nuestra fortuna en presente. Brindemos gracias al jugo de uva con burbujas, aullemos bajo pirotecnia ensordecedora y besémonos con desconocidos para propagar la gripe del nuevo año. En definitiva, seamos consecuentemente normales con el atraso propio de este momento histórico. Con esas miles de contradicciones de las que aprender, pero sin complejos ante la posteridad. Feliz 2020.
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