Cuarentena (42/40+)

Me pareció que aquel siseo reclamaba mi atención. Miré hacia atrás pero se trataba de un simple espray. Tras la improvisada mampara la cajera continuaba enfrascada en su faena. Limpiaba con brío la cinta transportadora donde se disponía a escanear una nueva tanda de productos. La clienta, situada a metro-y-medio de mí, empezó por colocar sus recados. Todo el contenido de su cesta se limitaba a un café helado. Una gélida dosis de cafeína que se sobrentendía de primera necesidad. Tanto o más que los once paseos diarios de un perro, la actualización horaria de toda libreta bancaria o los trapicheos en los accesos al híper. «Déjalos que camelen«, que diría el Fary. Sumido en tales pensamientos, logré poner a buen recaudo la VISA sin mudar el plástico que cubría mis manos. Profilaxis en estado puro… Recordé entonces la última tendencia para almas libres y pubis necesitados: concertar citas vía app y aposentarse en la cola de los supermercados como escala previa al catre. O eso se cuenta en los mentideros, porque juro que mi único contacto de aquel día fue tan casto como no correspondido. De natural despistado, esta vez reconocí una cara que me resultaba familiar. Alcé la cabeza para saludar y descubrí un leve gesto de cortesía como temeroso pago por nuestro fugaz encuentro. Que cada uno cargue con su cruz, pensaría toda digna. Así que, en plena Semana Santa, regresé sobre mis pasos para recorrer un particular vía-crucis pertrechado con bolsas de rafia.

Llegué a casa. Me descalcé, desterré mis zapatos afuera de mis fueros y limpié los enseres que dispusimos ordenadamente en la alacena, armario cuya mera evocación siempre me resulta caprichosamente hogareña. Florituras aparte, los antecedentes no invitaban a confiarse ante el bicho. Desinfectadas las manos, geolocalicé de nuevo mi móvil. El teléfono me invitaba a participar en discusiones existenciales sobre los efectos del virus. El grupo coincidía siempre en el diagnóstico, aunque los tratamientos fueran otro cantar y la ausencia de matices provocase una absoluta disonancia. De la pantalla chiquita pasé al televisor grande donde se sucedían las comparecencias de nuestros amados próceres (sea cual sea nuestro grado de afección hacia ellos, sus terruños y las no menos de 20 banderas que presiden tales actos e intereses) Durante aquellos cuarenta y dos días me removieron las tripas el análisis aséptico de la curva, el distanciamiento frente a las miles de muertes diarias o la deshumanización mediante un discurso pretendidamente bélico. Una arenga militar nada reconfortante y del todo ineficaz para paliar errores posteriores como el salto de cuarentena vicepresidencial, supuestos lapsus de la autoridad competente, inopinadas visitas al supermercao y el renovado timo de la estampita en versión mascarilla.

Aquellos días asistimos también a dos graves ataques simultáneos valiéndose de todo tipo de munición. Por un lado, el bulo perpetrado a conciencia para desprestigiar la libertad de información; y de otro, las opiniones contrarias a la administración tomadas como pretexto para cercenar la libertad de expresión. Paradójicamente pocos conseguían atinar en la diferencia entre ambos derechos. A falta de EPIs se emplearon sondas para testar el ambiente y matar al mensajero. La llamada a la responsabilidad frente al alarmismo se confundía con un paternalismo lacerante que distanciaba la información periodística de las suspicacias a este otro lado de la ventana. Los mensajes se sucedieron sin ton ni son. Comunicadores a los que otros colegas desacreditaban por su heterodoxia jugaban un papel clave y disruptivo. La dosis de información contrastada suponía una gota en el océano insalubre de los millones de hediondos comentarios vertidos por redes robotizadas plagadas de burdos montajes electoralistas. Visto el panorama, decidí no contribuir al ruido ni malgastar energías. Dejé para otro momento este artículo y me refugié en quienes realmente necesitaban de mí.

Fue así como descubrí películas que te marcan y otras que protagonizas sin percatarte de la simbiosis entre el personaje real e imaginario. Salvando la fatídica distancia y la injusta comparación, el ánimo de Guido Orefice se apoderó de mí e hice del radiofónico «Facciamo finta che» un bálsamo para entender nuestro limitado mundo. Entre sonrisas y broncas, procuré dibujar a la luz del día un mundo amable, repleto de posibilidades y recuerdos, de experiencias, relatos y vivencias introspectivas sin renunciar al realismo. Las 6 lunas bajo las que convivimos durante aquellas semanas de confinamiento me devolvieron el placer adolescente por la literatura de tapa dura y lomo grueso. Santifiqué los domingos y brindé con los colegas frente al ordenador, tomé mi vermut en su virtual (y virtuosa) compañía y serví cafés frente al ventanal de mi pantalla a quienes me obsequiaron con su compañía. Pensé y medité mucho. Procuré ejercitarme y desquitarme al fogón. Pinté sin gracia, canté con rubor y aprendí lo que había olvidado. Y fue así, aplauso tras aplauso, como el prolongado destierro infantil tocó a su fin tras los ecos del «Bella ciao» o el «Grândola, Vila Morena«. Aquel 25 de abril sus sonrisas escondían ilusión y desconfianza. Y nada causa mayor pesar que una mirada infantil donde se adivinen los mismos recelos que cualquier adulto alberga en su interior. Fuera, tras la puerta, se abría una hora de libertad condicionada y distante. Apenas 1.000 metros para desterrar la incertidumbre que vi anidada en sus ojos. Solo el paso del tiempo y su por ahora tierna memoria juzgarán el acierto de todos aquellos que durante 42 días tuvimos que reinventar una nueva forma de explicar su pequeño mundo.

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