Librecensores

Raros son esos tiempos felices en los que se puede pensar lo que se quiere y decir lo que se piensa” Dueño de sus palabras Tácito pergeñó una verdad vigente pese a los 1900 años transcurridos desde su muerte. Tácitamente podría limitarme al clásico destinado al buen entendedor. ¿Pero qué sería de mí sin estos plúmbeos pasatiempos destinados a fulminar un par de neuronas? La certera cita provoca hoy otro dilema. Uno actual y ciertamente devastador: la verdadera querencia por pensar y decir de verdad lo que se dice haber pensado. Mmm… Sí, en ocasiones se me va la flapa, aunque la excusa radiofónica bien merezca la ida de olla. Veamos por dónde empezar. O escuchemos. Porque él vino a hablar de su libro.

Hace unos días tuve el gustazo de entrevistar a Edu Galán. Un crítico cultural que así, de sopetón, a lo mejor no les diga gran cosa. O a lo peor sí. Estoy convencido que les sonará más por Mongolia -revista que cofundó-, por su estilo mordaz o incluso por las palabras que Pérez-Reverte le dedicó en su cita xlsemanal «cegado por la amistad«. El entrecomillado corresponde a la comedida reacción del también psicólogo durante nuestro encuentro en Radio Euskadi. El pretexto era la publicación de su ensayo sobre la libertad y otras hierbas. Bajo el título El síndrome Woody Allen, Edu Galán se plantea las pegas que tendría la organización de un nuevo curso sobre el cineasta neoyorkino. ¿Riesgo de boicot? Los antecedentes no podrían ser mejores, pues un seminario universitario del mismo pelo cosechó gran éxito apenas una década antes. ¿Qué ha cambiado, pues, en nuestra sociedad? Este ejercicio literario fiscaliza la causa popular abierta contra Allen por un caso judicialmente cerrado. Se trata realmente de una excusa para ahondar en algo más profundo: Galán escribe más allá de lo que otros leen para, desde los hechos, analizar nuestra deriva social.

Cuidado. Que ahora es cuando llegamos a las arenas movedizas. Esas corrientes ideológicas, aparentemente consistentes, donde quien provoca una mínima perturbación acaba atrapado en un lodazal que lo aprisiona sin proporcionalidad a la fuerza aplicada sobre su superficie. Censuras asimétricas donde los hechos ayer probados se someten a los constructos morales del hoy. Sólo así se entiende que la perentoria e inaplazable denuncia pública de todo delito sexual se vea contaminada por el linchamiento a discreción sin fuste alguno. Versiones de parte se erigen en dogmas y el debate, en un diálogo de sordos viciado por mantras interesados. Razones que explican cómo la encomiable visibilización del #MeToo transitara hacia la deriva emocional y lógica empática del #YoTeCreo. No hablo de hechos sino de etiquetas. Las mismas que sitúan al #Yo como protagonista de una historia ajena. Porque todo es una cuestión de egos, de virtuosos yos elevados a la condición de juez y parte. Hitos de ese estado de opinión popular donde se suspende la libertad de expresión o incluso la presunción de inocencia. Todo siempre en nombre de la causa sociopolítica liderada por esa «casta sacerdotal formada por líderes de movimientos reivindicativos«. Según Galán, la masificación de las redes sociales «y sus diversos escaparates del yo, sus grupos-burbuja de presión (…) ya forman parte de la habitual censura empresarial conservadora: no interesa producir nada que pueda molestar a grupos cada vez más atomizados y omnipresentes» Un igualitarismo intelectual donde no se distingue entre verdad y falacia. Una causocracia: el concepto certeramente promocionado por Galán y que justifica la lectura de este canto a la libertad de raciocinio.

No me van los perfiles ni las etiquetas, esos hastags de h aspirada aunque con capacidad de enmudecer. La turba del ayer continúa siendo hoy una masa amorfa tejida con los remiendos del desengaño. Abusones reconvertidos en tuiteros, ticktokers y lo-que-venga. Los mismos justicieros que aguardaban a la salida del colegio para machacar al prójimo y purgar sus frustraciones. O aquellas de sus víctimas que padecieron entonces tamañas malas artes y pagan a otros ahora con la misma moneda por esas facturas pendientes que jamás pudieron cobrarse. A unos y a otros la fortuna les ha correspondido con nuevas razones para envalentonarse. Y existen tantas nobles causas como angostas trincheras: de género, provida, racistas, multiculturales, religiosas, laicistas, homófobas, desarrollistas, ecologistas, lingüísticas, nacionalistas de diferente mástil o, incluso, el propio escepticismo. Me quedo corto para resumir esta pléyade de reivindicaciones que cada cual modula a su antojo desde un entendimiento parcial a problemas complejos. Asuntos serios que trascienden de la batalla partidista y que, desprovistos del contraste intelectual adecuado, se pervierten hasta el punto de degenerar en esas apropiaciones vulgares y chuscas de quienes poco saben pero mucho gritan. Porque todo es cuestión de actitud y grado. No es de extrañar que, agrupado el rebaño, aparezca raudo un pastor que guíe semejante torrente de furia. Un líder, no necesariamente más lúcido, que empleará tal cólera para neutralizar a sus adversarios en una miserable tergiversación del compromiso colectivo. Estamos ante la intolerancia revestida de progresía sin opción de réplica; el fascismo, disfrazado de supuesta voluntad popular ante la imposición elitista. Sucedáneos de religión y dogmas monolíticos donde todos reclaman el mismo respeto que no están dispuestos a conceder.

Tengo pocas cosas claras. Quizás porque tenga ya dura la mollera. Y vivo obsesionado con aquello de que la realidad es gris y debe seguir siéndolo frente a quienes pretendan teñirla a su antojo. Cuestión de matices y colores. Entre mis escasas certezas, comparto hoy una: que no seremos más libres por mayores que sean nuestros gritos sino por la simple opción de pensar, debatir y expresarnos en libertad. Esa antigualla que se resume en discrepar desde la palabra; de reprobar mediante el silencio o deslegitimar sirviéndose del caso omiso. De oponerme, en fin, a quien se sienta tentado a influir en mi percepción mediante argumentos falaces y emociones de saldo. Una libertad valiente y exenta de falsos mitos, pensamientos prototípicos, melancolía pueril, victimismo colectivo y herencias recibidas. Cuando asumamos que los relatos que nos inculcaron con tanto celo no son mayor verdad que la que otros defienden, habremos llegado al puerto que abriga a los descreídos. De lo contrario, en búsqueda de cualquier justo ideal, la libertad morirá apuñalada a manos de sus propios vástagos. Supuestos librepensadores que en su empeño acabaron por destruir la fuente de todo conocimiento verdaderamente libre. Todo muy tácito, pero tremendamente real.

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